Hace dos días mi hija mediana me dio un hermoso regalo para celebrar el día del padre. Bueno, realmente fueron tres en uno, una canción, un abrazo muy sentido y unas lágrimas que gritaban te quiero mucho. La tarde de ayer, mientras sostenía una agria discusión financiera, a mi hijo de once años lo asaltaban cerca de mi casa, al regresar del gimnasio. Cuando me enteré del suceso estaba muy lejos de él y muy cerca de mi hija mayor que celebraba con euforia un triunfo laboral. Al regresar a la casa, después de contarle el suceso a su madre y a la hermana, mi hijo se refugió en mis brazos un largo rato, cenamos, terminó sus tareas y nos fuimos a dormir... juntos, como solíamos hacerlo hace algunas lunas. Es la una de la mañana y no logro conciliar el sueño porque estoy velando el de él, no vaya a ser que despierte con miedo y necesite mi consuelo.
Llevo años buscando la felicidad, tengo once de haberla completado, pero a ratos pierdo el rumbo de tan acostumbrado que estoy a ella y continúo con una búsqueda que ya carece de sentido. Debo confesar que muchas pasiones atraen mi atención: leer, dar clases, los negocios. Debo aceptar que muchas veces me entretengo en pasajeros placeres que derivan en culpa por el tiempo perdido. Mas con alegría se decir que he identificado mi mayor fuente de dicha: ser padre.
Para llevar una vida plena es preciso reconocer el objeto de las pasiones personales y yo tengo cuatro. De una llevo el apellido y las otras tres llevan el mío.
Si, claro que se que alguna día partiran y seguirán su propio camino. Lo se. También se que debo ocupar mi tiempo en esas otras pequeñas cosas que también me hacen feliz y productivo, mientras ellos tres construyen sus relaciones, su profesión, su vida. Tampoco olvido que debo mantener abiertos mis brazos para cuando deseen regresar por un tierno abrazo repleto de amor.
Sólo les pido dos cosas, una para mis nietos y otra para mi. Que amen a sus hijos, siempre, y, para mi, una pequeña plaquita, junto a mis cenizas, que diga: "Fue un buen padre".