miércoles, 25 de diciembre de 2013

Avaricia y pobreza

Avaro.
Irracionalmente egoísta.
Me debato entre si debo compartir mis miserables conocimientos o si los debo ocultar en un cofre y enterrarlos lejos de la vista de los piratas que pueden aprovecharlos.
El Moyas, en unos párrafos de su más celebrada novela, me aclara el panorama y provoca mi vergüenza. 

"Los pordioseros se arrastraban por las cocinas del mercado, perdidos en la sombra de la Catedral helada, de paso hacia la Plaza de Armas, a lo largo de calles tan anchas como mares, en la ciudad que se iba quedando atrás íngrima y sola. 
La noche los reunía al mismo tiempo que a las estrellas. Se juntaban a dormir en el Portal del Señor sin más lazo común que la miseria, maldiciendo unos de otros, insultándose a regañadientes con tirria de enemigos que se buscan pleito, riñendo muchas veces a codazos y algunas con tierra y todo, revolcones en los que, tras escupirse, rabiosos, se mordían. Ni almohada ni confianza halló jamás esta familia de parientes del basurero. Se acostaban separados, sin desvestirse, y dormían como ladrones, con la cabeza en el costal de sus riquezas: desperdicios de carne, zapatos rotos, cabos de candela, puños de arroz cocido envueltos en periódicos viejos, naranjas y guineos pasados. 
En las gradas del Portal se les veía, vueltos a la pared, contar el dinero, morder las monedas de níquel para saber si eran falsas, hablar a solas, pasar revista a las provisiones de boca y de guerra, que de guerra andaban en la calle armados de piedras y escapularios, y engullirse a escondidas cachos de pan en seco. Nunca se supo que se socorrieran entre ellos; avaros de sus desperdicios, como todo mendigo, preferían darlos a los perros antes que a sus compañeros de infortunio. 
Comidos y con el dinero bajo siete nudos en un pañuelo atado al ombligo, se tiraban al suelo y caían en sueños agitados, tristes; pesadillas por las que veían desfilar cerca de sus ojos cerdos con hambre, mujeres flacas, perros quebrados, ruedas de carruajes y fantasmas de Padres que entraban a la Catedral en orden de sepultura, precedidos por una tenia de luna crucificada en tibias heladas..."  

La pobreza no está en poseer menos que los demás, está en el temor de perder lo que se tiene, sin importar si es mucho o poco.

lunes, 2 de diciembre de 2013

¿Demasiado amor?

Max nació en un pequeño poblado de la provincia, en la calurosa costa del pacifico guatemalteco. Su padre lo abandonó al año de nacido. Creció con su madre y su hermana mayor. Tuvo la fortuna de contar con el apoyo de toda la sociedad para su educación y aprovechó hasta donde pudo al graduarse, sin honores, de perito contador.
Al casarse su hermana se quedó a vivir con su madre quien sobrevivía vendiendo fruta en los
buses de transporte urbano.
A los diecinueve años se trasladó a la capital del país, a la casa de su cuñado, porque había logrado ingresar a la universidad estatal para estudiar auditoría; sin intuir que la persecución de su sueño iba a derivar en desgracia.
Al pequeño Max su madre y hermana siempre le cumplieron sus deseos, en la medida del contexto donde crecieron. Le dieron mucho, mucho amor y Doña Goyita siempre le insistió a Lorena que debía velar por el bienestar de su hermanito. Max captaba toda la ternura que esas dos mujeres eran capaces de sentir. El amor por él rebalsaba todo el espacio disponible en ambos corazones.
Max, o Mashito como le decían sus familiares, no extrañó la ausencia de su papá, pues lo único que le faltó de él es algo que no podía añorar, pues nunca lo conoció, los valores que transmite un papá.
Fue durante el bautizo de bienvenida cuando el infierno se abrió, de la mano de una hermosa jovencita con un tatuaje en la muñeca izquierda y un coqueto piercing en la ceja derecha.
-Prueba, sólo un toque para quitar el frío- le dijo mientras le extendió un extraño cigarrillo, de extraño olor – es de los que dan risa.
Narrar el derrumbe de Max es mucho hablar por muy poco que decir. Una cosa llevó a la otra y al poco tiempo estaba de regreso en la provincia porque, a pesar del encubrimiento de Lorena que se esforzaba por ocultar los abusos y robos de su hermano, el cuñado ya no lo aguantó más y lo sacó de su casa.
Me enteré de la vida Max porque mi madre, con ese corazón generoso que la caracteriza, ayudaba a Doña Goyita pagándole por tareas innecesarias y mandados sin sentido pues ella siempre andaba urgida de dinero por las crecientes exigencias de su hijo.
Me contó mi madre, unos días después de la muerte de Max, que si ella no le entregaba por lo menos un octavito a su hijo, este reaccionaba con lujo de violencia contra ella. Tal era el temor que el ingrato ejercía sobre su madre que ella se veía urgida a pedir prestado, limosna o vender los pocos enseres de su casa para cumplir sus necesidades de droga y alcohol.
La tragedia me golpeo y dejó muchas dudas: ¿hasta dónde debe llegar el amor para proteger y ocultar la realidad? ¿Qué tanto más vale la felicidad ajena a costa de la propia?
Ocultar la mediocridad y maldad de los seres queridos en pequeños actos ¿hasta dónde nos puede llevar?

¿Puede “mucho amor” ser “malo”?