Lentamente, con una parsimonia casi ofensiva, el profesor procedía a dictar su clase. Con sumo cuidado elegía las palabras que utilizaba y el orden que presentaba en su discurso casi no permitía dudas al concluirlo; aún así, le permitía la libertad de preguntar a cada uno de sus inquietos pupilos, sin presionarlos ni avergonzarlos por la nimiedad de sus preguntas. Repetía con devoción los conceptos que previamente había presentado, intentando abundar en explicaciones con nuevos argumentos que reflexionaba detenidamente. A pesar de la intencional lentitud era muy difícil aburrirse en su clase, la estructura lógica de su discurso permitía a todos comprender las más complejas ideas con extrema facilidad, atrapando la atención de principio a fin.
Claro, nunca faltaba el inquieto jovencito que suspiraba por la supuesta libertad que le esperaba al finalizar el período de clase y dejaba volar su descontrolada imaginación entre mil y un escenarios carentes de sentido y continuidad. “Iré al boliche porque allí quedé de juntarme con Marina, aunque no sé que voy a hacer para invitarla; ese mi papá cómo pierde el empleo, o será la crisis, la maestra de música nos dijo que a todos les está afectando, aunque no creo ¿pasarán penas los Jonas Brothers? Ojalá no se haya detenido la descarga que dejé haciendo en la compu hoy por la mañana, no sé por qué le hice caso al Chino, ese programa que me instaló no funciona bien, mejor voy a ir a buscarlo mañana temprano para que me preste el disco para volver a instalarlo, ¿será que va a estar?, humm, no creo; desde que su mamá se separó de su papá, aquel se da unas grandes desaparecidas, pero no como la que se dio mi papá anoche, ese si se mandó, mi mamá tiene razón de estar enojada, aunque no le debiera haber dicho lo que le dijo, eso sólo lo había visto en la novela, ¿cómo irá esa pendejada? Anoche estaba tan cansado, ese juego de fútbol estuvo calidad aunque arruine... ¿qué? ya terminó la clase...”
...y esa es la tarea asignada para la próxima sesión jovenes, gracias por acompañarme esta mañana, los espero la otra semana – concluyó el profesor.
Habiendo agotado el tema del día, se tomó el tiempo necesario para disfrutar la alegría de sus estudiantes mientras se retiraban de clase. Quizá recordaba tiempos mejores, quizá sólo se daba el tiempo de disfrutar el momento, lo cierto es que siguió observando hasta que se retiró el último alumno. Tomó la almohadilla, borró por completo el pizarrón, recogió su pertenencias y las acomodó en el pequeño y viejo, pero muy cuidado, bolso de mano.
Abandonó el salón sin prisa, con la resolución de quien sabe a donde se dirige, pero sin ningún asomo de prisa.
Ya en el salón de profesores, preparó una taza de café. Fiel a su costumbre observó maravillado las vueltas de la taza con agua dentro del horno microondas, reflexionando con detenimiento acerca de la grandeza de la mente humana y sus maravillosos logros. Agregó café soluble y azúcar al agua. Del bolso extrajo un pequeño libro con la pasta brillante de nueva. Se acercó a la mesa, se sentó y abrió el libro en la primera página.
Justo cuando se disponía a tomar el primer sorbo de café, lo interrumpió el violento ingreso de la secretaria del colegio. Golpeó la puerta al cerrarla y, al advertir su presencia, empezó a vomitar toda la frustración contenida por no disponer de un interlocutor dispuesto a escuchar sin interrumpir. El profesor era su víctima favorita, siempre dispuesto, siempre con tiempo disponible.
-No es posible, no sé a donde vamos a llegar -inició su perorata- la gente ya no es la misma de antes, recuerdo que a mis padres, que Dios los tenga en Santa Gloria, se tomaban el tiempo de comer juntos por lo menos una vez al día, una charla de sobremesa, cafecito. Recuerdo que me tomaban de la mano los fines de semana y salíamos a pasear juntos, sin prisas. Mi madre le mostraba a mi papá todas las cosas que le gustaban y muchas veces él la complacía comprándoselas. Era seguro terminar en algún restaurante donde el servicio no era muy rápido, pero la sazón muy buena. Comíamos lentamente, charlaban ampliamente. Hoy ya no es así, un pequeño bocado, de pie, es todo mi almuerzo. Mis hijos y mi marido tienen, cada quien por su lado, sus propias actividades y rara vez coincidimos en la casa. Es triste aceptarlo, pero velocidad de la vida moderna, hasta en lo mas intimo de la familia, está matando las tradiciones”. De improviso, dio media vuelta y se retiró sin despedirse.
El profesor permaneció sentado y la escuchó con plena atención; sin embargo, la corta interrupción no le hizo olvidar su propósito.
Lentamente, con una parsimonia casi ofensiva, abrió su libro y disfrutó largamente cada palabra escrita.
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